En 1974 el documentalista Jorge Prelorán se deslumbró ante un retrato e hizo una película. Estrenado en Estados Unidos en 1978, el documental “Los Hijos de Zerda” puso en foco la miseria y la explotación a la que eran sometidos los hacheros y sus familias, a ochenta kilómetros de la capital de La Pampa. Cuarenta años después del rodaje, los protagonistas se reencontraron para hablar del film y de su propia infancia en la dureza del monte.
Por Lautaro Bentivegna
Fotos: M.P
El hombre que filma lleva una barba rara y anteojos de aumento igualmente raros. El aula entera lo mira, mientras él, con la cámara de mano, hace foco en los bancos de la última fila, adonde se sientan los hermanitos. Aunque llevan varios meses en la Escuela Albergue de Conhello, los chicos no logran pasar desapercibidos. Mucho menos hoy, que inesperadamente, son los protagonistas de una película.
Todos recuerdan el primer día de clase, la mañana en que el padre los sacó del monte, los cargó en la caja de una camioneta y los dejó en el pueblo para que aprendieran a leer y escribir. Por los harapos que llevaban puestos, alguien hizo correr la bola de que habían llegado gitanos.
La maestra confía que Soledad, de 9 años, aprenderá rápido y que Nélida, de apenas 8, imitará el éxito de su hermana. Dalmiro en cambio ya tiene 13 y se perfila como un caso difícil: su atención se desvanece fácilmente, le cuesta horrores la gramática. Contra los pronósticos, que a viva voz la docente le confiesa al cineasta, la mayor de las hermanas abandonará el colegio al año siguiente.
– Los patrones me dijeron que yo era la más inteligente y que no necesitaba seguir yendo a la escuela. Dijeron que me iban a llevar a vivir a Santa Rosa para trabajar en la casa. Papá estuvo de acuerdo. Yo tenía diez años.
Con absoluta naturalidad, Soledad Zerda cuenta cómo fue que a mediados de los años setenta abandonó la escuela y se convirtió en una pequeña mucama. Ahora tiene 53 años y unos ojos grandes de color misterioso que podrían ser marrón oscuro o negro verdoso. Los anatomistas lo saben: a lo largo de una vida los ojos son los órganos que menos crecen. Mientras el resto del cuerpo se desarrolla, se expande y se avejenta, los ojos permanecen allí, casi inalterables en su forma y su tamaño. Pero ¿qué pasa con la mirada? ¿Qué ocurre con la expresión de los ojos con el paso del tiempo? ¿Cambia? Habría que estudiarlo.
En el caso de la antepenúltima hija de Sixto Ramón Zerda y Felisa Olivera, actualmente ama de casa, madre de siete hijos, casada con Ramón Duprat, la mirada parece haberse quedado detenida en una de sus primeras fotos. La que le tomó junto a sus hermanos un joven aficionado, la que tiempo después, convertida en un cuadro, estuvo colgada en bares bohemios y citadinos, la que finalmente inspiró a un reconocido cineasta que, hace exactamente 40 años, terminó haciendo una película.
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La historia comienza en la primavera de 1970. En la escuela rural del bajo de Pincén, ubicado a ochenta kilómetros al noroeste de Santa Rosa, el maestro Walter Cazenave acaba de recibir visita. Su amigo Gustavo Pérez Civelli, estudiante de ciencias económicas en Santa Rosa, llegó atraído por las historias del monte y piensa quedarse una semana. Piensa además conocer a los hacheros que viven cerca de la escuela y tomar algunas fotos. Consigo lleva una cámara flamante de 35 milímetros. Cazenave también lleva la suya, una japonesa de seis por seis. Una tarde los amigos salen de recorrida y se detienen a conversar en el toldo de Sixto Zerda.
Casi medio siglo después, Walter Cazenave recuerda:
–Estaban los hijos y preguntamos si podíamos tomarles una foto. Dos eran alumnos míos en la escuela. Al momento de tomarles la foto, mi amigo propuso que nos intercambiáramos las máquinas, yo le di la mía y él me entregó la suya. Disparamos casi al mismo tiempo, con un segundo de diferencia, parados casi en el mismo lugar. Una semana después, en Pehuajó, Gustavo reveló las fotos y supimos que el azar había estado de su lado. La foto mía era una foto cualquiera y la de él una obra de arte.
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1974. El cineasta Jorge Prelorán, referente del cine etnográfico en Argentina, desembarca en La Pampa para hacer lo que viene haciendo en otras provincias: registrar las expresiones folklóricas, la vida misma de gente común y olvidada, en tierras igualmente relegadas. Por su mirada aguda y su capacidad de escucha, el director viene cosechando prestigio en el mundo documental incluso a nivel internacional. Su nuevo proyecto es contar la vida y el ambiente de Cochengo Miranda, un antiguo y respetado puestero que vive en la hostilidad del oeste pampeano.
En Santa Rosa, la venida del director es celebrada por los integrantes del grupo Alpataco, un colectivo cultural comprometido en la producción artística. El cineasta es recibido con un asado en el Temple del Diablo, la peña donde confluyen poetas y músicos, escritores y artistas plásticos. Nadie sabe que al homenajeado no le gustan las reuniones multitudinarias. Por cortesía, el cineasta charla un poco, cena y se va a dormir. Antes de salir a la calle, pasa un largo rato mirando el cuadro de gran tamaño que hay en una de las paredes del local. Puede haber dicho: “¿Quiénes son estos chicos?”.
Días después de haber visto la foto, Prelorán pidió la ubicación específica adonde estaba la familia. Le advirtieron que el retrato tenía algunos años y que posiblemente, por el carácter nómade de los hacheros, ya no estuvieran radicados allí. Finalmente, el director los encontró y, meses más tarde, acordó con Zerda padre comenzar la filmación.
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Tras el cierre de Temple del Diablo (solo estuvo abierto dos años), la foto ampliada de los hijos de Zerda estuvo colgada en la peña Coru Hué, otro punto de encuentro de artistas a principio de los 80. Entrada la democracia, el retrato fue a parar a la sede de Coarte (la primera cooperativa de trabajo de artistas pampeanos, que nunca llegó a conformarse legalmente como tal), pasó por las manos de algunos músicos como Roberto Yacomuzzi y terminó su recorrido en la casa de la escritora Teresa Pérez. Antes de morirse, el guitarrista Guillermo Mareque –ex esposo de Pérez– reclamó la obra aduciendo que Agustín Pérez Civelli, hermano del autor de la foto, se la había regalado. Desde entonces, el mítico cuadro permanece colgado en una sala de estar, encima de un sillón floreado.
Entre aquellos que recuerdan la foto y que pasaron alguna vez por la peña Temple del Diablo circula el rumor de que con la llegada de la dictadura, el retrato permaneció oculto ante la posibilidad de que fuera secuestrado o dañado en alguno de los recurrentes operativos militares que tenían como principales objetivos a referentes de la cultura. Para 1976, Jorge Prelorán se había exiliado en Los Ángeles.
Actualmente, en tamaño pequeño, no son pocos los pampeanos que conservan alguna de las innumerables copias que se hicieron del negativo original de Pérez Civelli. Podría decirse que la foto es un símbolo.
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La filmación del documental llevó más de un año. El resultado es un mediometraje que dura 51 minutos y que tiene como principal narrador al padre de familia, quien va relatando la vida de sus hijos y detallando roles en la organización familiar. El director muestra como los pequeños Zerda colaboran hachando, cavando renuevos, quemando ramas. De los diez hijos de Sixto Ramón solo siete participaron del rodaje, aunque Prelorán tomó contacto con ellos, algunos dispersos en Toay y General Pico. Hay escenas en el monte, otras tomadas en el pueblo de Winifreda, solo algunas de niños jugando, un par en la Escuela Albergue de Conhello, ninguna al interior del toldo. La puerta del toldo parece haber sido el límite de Prelorán.
En el tiempo que duró el rodaje, la familia Zerda permaneció en el toldo ubicado en una picada en el fachinal, a unos 100 metros de distancia de la calle de tierra que une la ruta provincial 12 con la localidad de Conhello. Terminada la filmación, el grupo familiar se desplazó a otro lugar dentro del mismo campo y luego se mudó a otro establecimiento cerca de Luan Toro. En ese tiempo también, el cineasta trabajó en proyectos paralelos y se volvió prácticamente invisible. Los Zerda llegaron a olvidar que estaban dentro de una película.
Cada vez que Jorge (así lo llamaban los niños y las niñas) regresaba al monte, era todo un acontecimiento. Lo vieron llegar en un Citröen desvencijado, en un Citröen flamante, solo, con su asistente o con su compañera, en un avión a motor que aterrizó en una picada. Con el tiempo –dicen los hijos y los pampeanos que asistieron a Prelorán– la relación entre el director y el padre de la familia se fue convirtiendo en una especie de amistad.
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Está por terminar febrero y el calor sería terminal si no fuera por el caldén que nos protege. Estamos en la casa de Ramón y Soledad, en la zona de quintas de Santa Rosa, adonde hace unos días se rompió la bomba sumergible. Desde entonces el matrimonio está sin agua potable. Hace un rato un camión cisterna pasó a dejar una carga para que puedan bañarse, lavar los platos, cocinar. Sobre una mesa está el mate, la pava y una torta de ochenta golpes. También están dos nietas y una hija. El resto de los Zerda viene en camino.
Dice Soledad:
–Nos quedamos sin agua y nos tienen que traer, como cuando estábamos en el monte. A veces es todo igual que antes. En el invierno yo sigo hachando, porque acá no hay gas y hay que alimentar la estufa ¿Cómo hizo usted para encontrarnos?
–Por un aviso fúnebre. Felisa Olivera de Zerda, su mamá, falleció el año pasado.
–Sí, pobre madre, se estaba secando de viejita. Los últimos días fueron raros. Parecía perdida, había perdido peso, no quería tomar los remedios. La mañana del 31 de julio no se levantó.
–Tuvo una vida larga, 90 años no es poca cosa.
–Se queda corto: en el acta de defunción figura que ella tenía 90 años, pero en realidad tenía 119. Vio como era antes, la gente del campo venía poco al Registro Civil. A ella la habían anotado muy tarde.
– ¿Y su padre cuando murió?
–Ahí no sabría decirle. Él fumaba mucho y andaba muy mal de los pulmones.
Ramón interrumpe:
–La historia del monte, te trae muchos recuerdos y es muy triste. Eso es pasar miseria. Yo hace tiempo quería que vuelvan a pasar la película, para que la gente, sobre todos los más chicos, sepan lo que es vivir en el campo.
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“Los hijos…” se terminó de filmar en 1975, fue editada un año más tarde en Los Ángeles (Estados Unidos) y exhibida por primera vez fuera del país en 1978 en el Museo de Arte Moderno de New York (MoMA), durante un programa de cine antropológico que presentó la Universidad de California. El prólogo de la película, que escribió Walter Cazenave y que originalmente lee en la película el músico Rubén Evangelista (conocido como Cacho Arenas), fue doblado en Estados Unidos por Henry Fonda, emblema del cine norteamericano y dos veces ganador del Oscar.
La primera versión en castellano del film se proyectó por primera vez en Argentina en el Aula Magna de la Universidad Nacional de La Pampa, el domingo 1 de julio de 1984, un acto organizado por la Dirección General de Cultura que contó con la presencia de Prelorán. No fueron muchos quienes vieron “Los Hijos…”. El film nunca integró el circuito comercial. Por su carácter etnográfico, su valor es histórico y difícilmente haya generado alguna ganancia. Volvió a exhibirse públicamente en Santa Rosa dos veces, en el Cine Don Bosco y en el Amadeus, entrado el nuevo milenio. En una de la oportunidades, concurrieron algunas hermanas Zerda y también estuvo, nuevamente, el director.
Desde entonces, luego de la muerte de Prelorán en 2009, las cintas originales de Los Hijos de Zerda permanecen en el Smithsonian Institute de Washington. Quienes pudieron verla en los últimos años fue gracias a una copia pirata que circula de mano en mano, en pendrives y discos extraíbles.
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Nélida, Griselda, Dalmiro y Delia aparecen apiñados en la cabina de una camioneta que alguna vez fue negra y que ahora está anaranjada por el óxido. En la caja vienen algunos hijos y nietos atraídos por la experiencia de entrevista. Ésta es una ocasión especial: pese a que viven en una misma ciudad, algunos a pocas cuadras de distancia, no se visitan seguido. Aclaran igualmente que “se quieren como hermanos” pero que desde que se instalaron en Santa Rosa, en distintos momentos durante los años 80, cada uno hizo su propia vida. Por separado.
– ¿Qué recuerdan del rodaje de la película?
La voz de Nélida se anticipa. Tiene 52 años, diez hijos, once nietos y es la más locuaz y memoriosa de los Zerda. Tranquilamente podría ella sola contar la historia familiar. En la película aparece con el pelo cortito, juguetona, corriendo junto a su padre y sus hermanos, en una picada o en la Escuela Albergue. Ahora dice:
– Una vez Jorge nos trajo juguetes de Buenos Aires, unas muñecas de color negro, como se estilaba en aquel entonces. Nunca habíamos visto muñecas, menos de ese color. También nos traía caramelos. Me acuerdo que una vez nos entregó unas cosas adentro del toldo, pero le dijo al ayudante “acá no filmes”.
-¿Y pudieron ver la película?
Con cada golpe de hacha, el cuerpo espigado de Griselda Zerda parecía quebrarse ante la resistencia del caldén. Con 14 años, era demasiado grande para ir a la escuela pero lo suficientemente adulta como para tumbar un monte completo. De vestido y pelo largo, las piernas flaquísimas, no levantaba la vista hasta partir el corazón del árbol. Difícilmente en ese tiempo hubiera hablado con extraños. En la película de Prelorán responde con monosílabos. Hoy es distinto.
-Yo no la vi nunca. Vivo en Villa Germinal y nunca nadie me llevó a verla.
Dalmiro es el hijo del que más se habla en la película. Su padre lo describe como “un niño serio, secatón para hablar”. El devenir en su historia se torna crudo y cruel sobre el final de la cinta cuando la maestra le anuncia a Prelorán: “Dalmiro es un chico que va a tener que volver a su casa. Una por el problema de la edad, ya es grande, y otra porque no se le puede tener en el Albergue. En fin: no va a seguir adelante”. Desde ese momento, el rostro del niño, la mirada, se oscurece para siempre. Si en las primeras escenas se lo ve riendo en el fondo de un aula, en las últimas aparece resignado, hachando en cueros, solo en el monte.
-Yo no vi la película porque me daba tristeza, por mi padre. A los 13 años me peleé con él y me fui a Conhello. No tenía zapatillas y la gente me miraba raro. Andaba solo, como loco malo. Hachaba en Luan Toro, por todos lados.
Dice Nélida:
–Dalmiro dejó la escuela porque era muy burro.
Todos ríen, incluso Dalmiro y ninguno se da cuenta del error: Dalmiro no dejó la escuela, la escuela lo dejó a él.
Por ser la menor y la más tímida de los Zerda, la voz de Delia no llega a oírse en el documental. Apenas si se la ve, con su cuerpo pequeño, acercando ramitas hacia un fuego o acarreando el agua potable para la familia. Hoy conserva cierto pudor y se niega a que le tomen una foto sola.
– ¿Tuvieron una infancia feliz?
Sigue Nélida y todos asienten y ríen cómplices:
–Sí, pero no sabíamos de navidad, ni de los cumpleaños, ni de reyes, ni de nada. Las muñecas las hacían de paja, las pelotas con medias o trapos viejos. Éramos muy pobres.
– ¿Cómo era la vida en la hachada?
–Papá pegaba el grito a las seis de la mañana. Decía “arriba arriba” y había que levantarse para trabajar. Era muy recto.
–Sí, era muy recto.
–Muy recto.
–Sí, muy recto.
–Sí.
-¿Y después de hachar qué hacían?
Dice Soledad:
– Parábamos a comer, dormíamos una siesta y después de nuevo, trabajar hasta que bajaba el sol. A la noche comíamos, si es que había algo para comer.
Dalmiro agrega:
– Cuando no había qué comer salíamos a cazar piches o algún avestruz porque a veces no mandaban la mercadería.
Patricia, hija de una de las hermanas Zerda, rompe el silencio en el que se mantuvo hasta el momento.
– Algunas cosas no cambiaron, siguen como antes. Ellos siguen trabajando en negro y les siguen pagando poco (se refiere a Dalmiro). Y todo porque no conocen el valor de la plata. Hay quienes se aprovechan.
Dalmiro dice que le pagan 100 pesos por día por las changas que suele hacer en algunos campos.
– ¿Qué pasó cuando terminó la película? ¿Jorge volvió al campo?
Dice Nélida:
–Antes de terminar el rodaje, papá y Jorge mantuvieron una charla. Recuerdo que papá le pidió dos cosas: un par de motosierras para alivianar su trabajo con el hacha y una casa de material, para mamá y nosotros. Le dijo ‘Jorge, si alguna vez falto quiero un lugar seguro para mi familia’.
– ¿Y qué pasó?
– Jorge le dijo que sí. Las motosierras llegaron al tiempo.
En 1978, Prelorán exhibió el film en un lugar de California y entre los presentes se encontraba uno de los propietarios de la firma McCullock Corporation, de Los Ángeles, fabricante de motosierras. Conmovido por la historia de la familia de Sixto Zerda, el hombre se acercó al director y dijo que quería donarle un par de herramientas, lo que se concretó semanas después.
Por pedido de Prelorán, Rubén Evangelista viajó a Buenos Aires, a buscar la donación, donde la firma “Justo”, representante McCullock en el país, le entregó dos máquinas modelo “Pro Mac 700”. De regreso en Santa Rosa, el músico se las llevó a Zerda, a quien se las entregó previa muestra y práctica de uso.
– ¿Y qué pasó con la casa?
– La casa… bueno… nunca llegó.
– ¿Saben cuando murió su padre?
–No.
–No.
–No.
–No.
–No.
…
Volvamos a la foto. Tres niños y cuatro niñas, algunos de pie, otros sentados sobre troncos, el toldo familiar de fondo. Los zapatos agujereados, los pantalones raídos en las rodillas, la carita sucia de Delia, la más pequeña. Si uno no supiera que fue tomada en 1970, bien podría pensarse que es anterior. Solo tres niños están mirando al autor de la imagen. ¿Los otros a quién miran? ¿A Cazenave? Es probable. La niña que se lleva el puño a la boca parece no estar mirando a ninguno de los fotógrafos ¿Qué estará pensando? ¿Adónde está la potencia de la foto? ¿Qué es lo que emocionó a Prelorán? ¿Qué es lo que sigue conmoviendo a los pampeanos?
“Lo distintivo es su profunda humanidad, la expresión directa, sin artificios, sin pretensiones de engaño. Las personas y sus circunstancias. La imagen captura una gama amplia de las emociones humanas: la seriedad/preocupación del adulto, la aparente indiferencia de algunos niños y la curiosidad y alegría de otros, en el entorno natural de cruda pobreza en que vivía la familia Zerda”, argumenta Guillermo López Castro, jefe del Departamento Archivo Histórico Provincial.
Para Rubén Evangelista, músico y asistente en el rodaje, la foto fue como descubrir un espejo oculto en la puerta de un ropero: “Muestra la pauperización de la vida de algunos pampeanos. En la ciudad, no pensábamos que había gente viviendo en una condición tan aberrante. Era una realidad tan dura que nadie podía evitar mirarla”.
Milton Fernández, reportero gráfico del diario La Arena, quedó tan hipnotizado con la mirada de Zerda que llegó a hacerse una remera. “La trágica belleza de esta imagen, la de los hijos, me persigue desde su aspecto técnico, ese chisme de que no fuera sacada por un fotógrafo profesional», dice. «Son de esas fotografías que despiertan interrogantes y me siento dichoso de haberme topado con ella en mis albores como fotógrafo”.
El músico Roberto Yacomuzzi encontró la potencia del retrato en el brillo de los ojos: “No es un brillo de felicidad y es impactante que en un solo enfoque se haya concentrado una dimensión tan extraordinaria, lo que era su vida”.
Walter Cazenave simplifica y cierra el asunto: “La clave está en las miradas de los niños, que van de la ingenuidad al dolor. Eso hace del retrato una foto única e inolvidable”.