Por Lautaro Bentivegna
Fotos: Belkis Martín y Fede Cantero
Soy un mono ciego. Un gorila peludo restregándose los ojos. Acaban de rociarme la máscara con nieve artificial y tengo la vista herida. Necesito quitarme la careta, robar una bocanada de aire limpio, saltearme varias etapas en la evolución del hombre. Estoy dentro de un disfraz de peluche que pesa cinco kilos y tengo el cuerpo empapado en sudor. Mis piernas están a punto del calambre y el corazón late desesperado. Faltan 200 metros para llegar al final del camino pero no doy más, voy a revelar mi verdadera identidad ante 7000 personas.
–Bien bien fuerte le damos el aplauso para el mono loco de Villa Parque.
Estamos frente al escenario y la mención del locutor es un bálsamo inesperado, una inyección anímica, el shock eléctrico que me revive. Justo antes de abandonar, mi pecho de orangután se infla y la adrenalina vuelve a subir. Pestañeo varias veces para recuperar la visión pero no hay caso.
No sé cómo hago pero me las ingenio para avanzar con los ojos cerrados. Bailo como un loco, como nunca antes, me zarandeo de acá para allá, levanto los brazos y pido palmas. Porque para eso vine: hoy, 22 de febrero del 2020, a mis 33 años, estoy viviendo mi primera noche de carnaval.
En el pueblo donde pasé mi infancia lo más cercano a un corso era una guerra con globitos de agua. No había tambores, ni disfraces, ni nada que se le parezca a la comparsa de la que ahora soy parte. La agrupación se llama Dale que sale y comenzó a funcionar en Villa Parque hace ocho años, como un anexo del comedor Rayito de Sol. Cristina Roldán y su esposo Ramón Franco son los que organizan todo.
Ahí la vemos a Cristina, disfrazada de reina madre, vestido blanco y corona violeta. Vean su sonrisa contagiosa, la alegría cuando baila con sus hijos y sus nietos. Ramón es el morocho, medio petiso, de chambergo y levita marrón, el que lleva los bidones de agua para hidratar a los bailarines. Son días de mucha expectativa para la pareja, su primer bisnieto podría nacer en cualquier momento durante el carnaval.
El pelado de sombrero y saco largo, ese que lleva la Whipala gigante, es Horacio “el colo” Obialero, el modisto de la comparsa. Este año se las ingenió para hacer el vestuario con remeras que sobraron de las campañas políticas del 2019. Los nombres de los candidatos quedaron sepultados por lentejuelas y telas de diferentes colores.
El de barbita y remera con el escudo peronista, ese que toca la caseta y saluda a la tribuna, es Damián “el Mono” Bustos, de la Cooperativa de Cadetes. El chiquito que va a su lado, con la remera de Zamba, es Juancito, su hijo de seis años que sale por primera vez al ruedo.
En el medio de la columna, aceitadas y brillantes de purpurina, están Mía, Rouge y Sharlot, las chicas trans de la comparsa. Mía es la más espigada, Rouge la del conchero fatal, Sharlot la más menudita.
Las ví llegar en taxi, cargando espaldares y tocados. Las plumas de pavo real sobresalían por las ventanillas del Chevrolet Corsa. El chofer las dejó en la avenida Uruguay y tuvieron que caminar medio kilómetro a oscuras para entrar al corsódromo. Rouge hizo el trayecto en ojotas, Mía marchó descalza porque los tacos se le hundían en la calle de tierra.
Los que llevan el compás en Dale que sale van al fondo, con maquillaje de guasones y calaveras mexicanas. Tienen muy buen ritmo porque ensayan varias veces por semana en la placita de Villa Parque.
Adelante del todo, encabezando la formación, una bandera flamea con los colores del barrio, negro y verde. Detrás del estandarte vienen los niños y niñas, da la impresión de que algunos aprendieron a caminar hace muy poco. Detrás de los más chicos vienen los más grandes, hay una señora de vestido ancho que debe tener más 70 años.
Cuando recupero la vista distingo algunos conocidos entre el público, abrigados hasta las orejas porque hace un frío invernal. En unas horas van a tocar Daniel Lezica y el Polaco pero no se respira ambiente de pachanga. Entre la comparsa y la gente hay un metro de diferencia y una grieta profunda. Yo estoy hecho sopa y con el diablo adentro, ellos serios y quietos como buenos monaguillos. Hago palmas y les pido palmas, pero solo encuentro silencio, son muy pocos los que reaccionan. Activo el plan b. En el disfraz llevo una bolsa con chupetines y caramelos que empiezo a distribuir entre los chicos que están pegados a la valla. Pero las golosinas se acaban rápido y no me quedan más planes.
Pienso que estamos en un baile y que tengo que bailar. Darlo todo por orgullo, porque un carnaval no se vive a medias. En la última media hora mi capacidad de meneo ha crecido exponencialmente y me siento libre. Estoy viviendo una experiencia nueva, soy una masa de energía en movimiento. Un grupo de señoras me silba cuando hago un perreo hasta abajo y siento que toco el cielo. Cierro los ojos para fijar este momento en mi memoria. Lo hago siempre en que hay algo importante para recordar.
Acabo de traspasar el umbral del pudor y quiero mostrarme al mundo como soy. Quisiera decirles a todos “acá estoy, soy el tipo de traje que presenta las noticias, acá me ven enloquecido porque nunca antes tuve un carnaval”. Quisiera tirar abajo el cerco y decirles “vengan, abrácense, sientan este desenfreno, liberen sus diablos conmigo, experimenten el corso que la vida es corta y una sola”. Y en ese punto mágico de la noche los tambores frenan y salgo del transe: se me acabó el corsódromo.