El caso de Jacob Blake, el afroamericano baleado por la espalda por la policía de la ciudad de Kenosha, Wisconsin, reavivó el malestar de una buena parte de la población estadounidense que exige una profunda reforma policial y desató violentas protestas en el centro de la ciudad. El domingo, un oficial le disparó siete veces a Blake, a corta distancia y mientras subía a su camioneta.
Los oficiales acudieron al lugar por una supuesta denuncia de violencia doméstica. Pero en el video que registró los hechos se lo ve al joven de 29 años caminando lentamente, desarmado y sin oponer resistencia. Bastaba con que los dos policías que se le acercaron lo esposaran. A bordo del vehículo, los tres hijos de Blake vieron toda la secuencia. Ahora, su padre permanece internado en grave estado.
Las imágenes de la salvaje agresión, que se viralizaron rápidamente, desataron la bronca de los vecinos de Kenosha y una multitud se congregó el domingo por la noche en el lugar de los hechos. Luego marcharon hacia el edificio de Seguridad Pública. Un camión recolector de residuos fue colocado en la esquina del edificio para impedirle el paso a los manifestantes que, sin embargo, lo incendiaron.
La policía comenzó a arrojar gases lacrimógenos y los asistentes a la protesta rompieron vidrieras de comercios y quemaron vehículos estacionados en los alrededores.
Las autoridades locales declararon el estado de emergencia e impusieron un toque de queda que empezó a la medianoche y se prolongó hasta las siete de la mañana del lunes.
Casos como el de Blake son moneda corriente en las últimas décadas, y demuestran que aún en tiempos de una pandemia de coronavirus que cambió los hábitos de muchos estadounidenses, los casos de gatillo fácil no desaceleran. Al contrario, se siguen repitiendo a un ritmo similar al de años anteriores, afectando sobre todo a negros y latinos que tienen tres veces más chances de ser disparados y asesinados por la policía que los blancos.