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Especial #8M: Hacheras de La Pampa

8 de marzo de 2018
Especial #8M: Hacheras de La Pampa

Invisibilizadas durante casi un siglo, las hacheras de La Maruja escriben su propia página en la historia del pueblo más joven de La Pampa. Desde niñas trabajaron en condiciones inhumanas, sobrevivieron en toldos y criaron varios hijos.  En algún momento se animaron y torcieron para siempre el rumbo de su propia vida. Un grupo de chicos de segundo grado las rescató del olvido.

Por Lautaro Bentivegna y Ángeles Alemandi





Platense




Fotos: Walterio Pérez y M.P

 





 

 

La historia comienza con un cartel.

“¡Hola! Somos chicos de 2° grado A y B. Estamos haciendo un trabajito sobre los hacheros. Por eso necesitamos su ayuda. ¿Cómo puede ayudar? Viniendo a la escuela para compartir con nosotros su vida pasada…”.

A principios de 2017, un grupo de niños y niñas de 7 años de la Escuela N° 192 de La Maruja, acompañados por las docentes Fabiana Bertone y María Carolina Armani, iniciaron una investigación para adentrarse en la propia historia, como quien toma el hacha y avanza hacia la profundidad del monte. Escribieron ese texto en un afiche en letra imprenta mayúsculay salieron a repartir folletos por el pueblo.

Días después aconteció lo impensado: aparecieron las hacheras de La Maruja, que eran ni más ni menos que las abuelas de muchos de los alumnos. Mujeres que por primera vez se animaban a contar sus vivencias tirando abajo más de 50 años de silencio.

 

Rieles y caldenes

La Maruja fue una de las últimas localidades pampeanas en fundarse. Este año es su 90 aniversario. Según el último censo del INDEC tiene 1392 habitantes. Ubicada al norte de la provincia, se acoda sobre el límite con San Luis. Un pueblo de cinco cuadras por cinco cuadras estirado sobre un terreno ondulado.

Apenas comienza marzo, pero el verano no sabe que está por acabarse: el sol choca con furia sobre los techos de chapa, las persianas están bajas, el resplandor aumenta la sensación desoladora. Hay una sola panadería y una farmacia que no llega a ser por la falta de farmacéutico: los vecinos le llaman botiquín de farmacia. En Google las noticias que aparecen de La Maruja cuentan accidentes automovilísticos, conflictos en las elecciones, hablan del suicidio de un señor que trabajaba en la gomería y mencionan un caso policial: “Dos demorados por hurto de lechones”.Wikipedia es injusta con La Maruja.

En segundo grado, a través de una línea de tiempo en el pizarrón, los niños empezaron a tirar de los rieles que en 1927 llegaron al pueblo. Fue el tejido ferroviario lo que definió quiénes son hoy los marujenses. Por entonces las locomotoras necesitaban leña como combustible y el bosque de caldén de esta zona prometía ser un caudal grandioso de abastecimiento. En La Maruja llegaron a existir cinco aserraderos. La población se fue conformando por originarios e inmigrantes que venían del norte argentino o de otros países. Muchos se hicieron hacheros en La Pampa. Y hacheras.

 

Margarita

Existe una distancia infinita entre el color verde de la pared del comedor de Margarita Cisterna y el blanco y negro de la foto que está sobre la estufa hogar. Ahora tiene 76 años, se jubiló después de 37 trabajando como enfermera. En la foto debe tener 8 años, luce un vestidito blanco, junto a su madre y su padre, delante del toldo donde vivían.

 

Los lunes, miércoles y viernes, Margarita era alumna; martes y jueves trabajaba cortando leña, o sacando agua a pelota de un jagüel.

Cuenta con gracia la vez que se perdió por querer ir con su padre “al monte que él había volteado”. Tenía apenas 2 años y caminó más de dos leguas debajo de la copa de los caldenes hasta que otro hachador la encontró.

A los 9 la Policía exigió que la mandaran a la escuela y el padre llegó a un acuerdo: lunes, miércoles y viernes era alumna; martes y jueves trabajaba cortando leña, o sacando agua a pelota de un jagüel.

En el aula estaba su tiempo feliz. En el campo el frío, la sed que la obligaba a tirarse de panza a un charco, pasarle la mano al agua turbia como queriendo limpiarla para luego tomar un sorbo, o las muñecas que su madre le hacía con el espinazo de la vaca.

En la foto debe tener 8 años, luce un vestidito blanco, junto a su madre y su padre, delante del toldo donde vivían.

A los 13 años se terminaron los recreos.

–Ya era hachera vieja- dice.

Margarita habla, recuerda y a la vez se escapa de ese mundo con una tapita de gaseosa que hace girar sobre el control remoto del televisor.

A los 22 conoció a Ceferino, que era hornero, y se casó. Dejó el trabajo forzado que le doblaba el cuerpo en dos y se fueron a vivir a La Maruja. Empezó a ir de voluntaria al hospital, el doctor Atilio Caraña le decía que tenía que estudiar Enfermería. Él habló con la escuela, ella tomó clases un par de meses y le dieron el certificado que necesitaba para poder hacer la carrera. Ya tenía 3 hijos cuando se fue un año entero a Santa Rosa para estudiar.  Era 1972, sus compañeros la apodaron “Sopa Royco”, una versión de la Knörr de hoy, porque vivía a sopa para llegar a fin de mes. El título le permitió otro futuro.

 

Dora

–A veces me enojo con mamá, me pregunto por qué no nos habrá mandado a la escuela. Tuve cuatro hijas y todas estudiaron, la más chica está haciendo la carrera de Fonoaudióloga.  Nunca las dejé faltar a la escuela. Les revisaba los cuadernos y yo no sabía leer, pero si veía que la maestra les había hecho un tachón o una cruz les decía: ‘eso está mal, hacelo de vuelta’. Les exigía. Quería que estudiaran y fueran algo en la vida.

Dora Reta tiene 53 años, ya sabe leer, está haciendo la primaria porque no se quiere morir sin aprender a  escribir. Nació en Nueva Galia, San Luis, a los pocos meses su familia se mudó a Arizona y tiempo después, cuando el padre ya había muerto, los Reta partieron para un campo cercano a La Maruja.

Dora dice que todos los días eran iguales y que supo de la Navidad cuando se fueron a vivir al pueblo y ella empezó a limpiar casas. Tenía 12 años.

Isidoro era el hermano mayor, el cabecilla, salía con el hacha al hombro. Detrás iba Miguel. María de 9, Dora  de 7 y Margarita de 4 los seguían con la pala para cavar renuevos o amontonar ramas. Dice que en los toldos tenían un mechero para calentarse durante la noche y que amanecían con las narices negras del tizne. Dice que salían a cazar peludos para comer. Dice que almorzaban en plato de chapa sobre la falda, ni sillas ni mesa. Dice que dormían cuatro en una cama de una plaza. Dice que todos los días eran iguales y que supo de la Navidad cuando se fueron a vivir al pueblo y ella empezó a limpiar casas. Tenía 12 años.

Dora se suena los nudillos. Dice también que con sus hermanas no habla de esto porque ni se quieren acordar. Sin embargo está acá, con el cabello oscuro recogido y la voz firme.

 

Gringa

Ventura Aída Sueldo aprieta un pañuelito entre sus manos. Lo da vueltas, lo dobla, parece que va desplegarlo, pero no. Nació en Ingeniero Foster hace 69 años. A los 19 se casó y terminó en el monte por pura necesidad, cambió casa por toldo y crió a varios hijos.

Mientras él hachaba, ella pelaba postes, movía rollizos, hacía varillas o leña chica de caldén y chañar. En medio de la jornada, paraba un rato para darle la teta a uno de sus hijos y seguía. Cada vez que se terminaba el trabajo, armaban un nuevo toldo en el cuadro siguiente. Recuerda la amenaza de unos patrones de no dejarle mercadería sino completaban la carga de un camión de leña.

Durante varios años, los fines de semana, Gringa iba al campo para ayudar a su marido en la hachada.

Hizo esa vida casi 20 años. Gringa, como le dicen en el pueblo, volvió a La Maruja para que sus hijos comenzaran la primaria. De regreso, fue empleada doméstica y se jubiló como cocinera de la Escuela.

–Lo único que les pedí es que no siguieran con el hacha como yo, que agarraran cualquier otro trabajo menos ese. Ahora estamos así, que no servimos para nada. Tengo problema de bronquios y depresión y creo que el monte tuvo que ver.

Durante varios años, los fines de semana, Gringa iba al campo para ayudar a su marido en la hachada. A veces le tocaba cavar la planta, sacar las raíces.

Un día se divorció y no volvió más.

El Proyecto de la Escuela 192, titulado “Soñando renuevos… Mirada con ojos de hachero”, llegó a la instancia nacional de la Feria de Ciencias. Dos alumnas de 2° grado fueron a Córdoba con las docentes a compartir la experiencia, una de ellas era la bisnieta de Gringa.

–Mi nieta Juana y mi bisnieta Mía, que eran compañeras en segundo grado, me apretaron para que cuente. Querían saber dónde nos bañábamos, de qué modo calentábamos el agua, cómo era vivir en un toldo. La Mía viajó a Córdoba a contar la historia. Pese a lo triste, fue muy lindo contarlo.

 

Mirta

La primera noche que pasó en el monte, Mirta Benítez no pegó un ojo. Le daban miedo los bichos y animales silvestres que pudieran colarse en el toldo, la remota posibilidad de que aparezca un croto y cruce la puerta de arpillera. Tenía 15 años y un bebé de cinco meses que dormía en un moisés hecho con un cajón de manzanas. Al lado de la criatura, un perro galgo le custodiaba el sueño. Nunca se había imaginado tanta soledad, tanto silencio.

–Era todo desierto, no veía luces, ni gente, nada. Quería llorar, morirme-, dice ahora Mirta, a los 65 años, en la cocina de la casa que comparte con Merardo Sosa, su marido, con el que “hachaba a la par”.

La última victoria de Mirta contra el monte fue haber rescatado a su hijo de las hachadas.

Además de tumbar caldenes, la joven Mirta, niña menuda de cuerpo flaquísimo, criaba lechones, gallinas y ordeñaba una vaca. Se las arreglaba para alambrar y hacer construcciones de chorizo, el método que utiliza barro y pasto puna para levantar las paredes de los toldos. Su madre, Rosa Rivero, albañila de La Maruja le había enseñado cómo hacerlo.

Veinte años de esa vida, nunca terminó la primaria. Cuando volvió del campo El Bagual, ella misma levantó su primera casa de adobe. Después trabajó de portera y cocinera. Hoy, jubilada, dice que no le duele nada y que tuvo mucha suerte: nunca le picó un bicho y nada le pasó a ninguno de sus ocho hijos. El pasado fue para ella pura miseria, triste y nada fácil. Su última victoria contra el monte fue haber rescatado a su hijo Rubén de las hachadas. Hoy es alambrador.

 

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El nieto de todas

Denis Saúl Lucero cursa el Profesorado en Historia de la UNLPam. Hijo de hachero, nieto de hachera.

Cuando comenzó a estudiar se buscaba entre los sectores subalternos, pero nunca se encontraba. Los hacheros de La Pampa no estaban. Le hizo esta pregunta a profesores y amigos y encontró una respuesta, un camino: “Denis, ahí está tu tesis”. Hoy es su tema de investigación. Con apenas 30 años, este joven nacido en Rancul, ha presentado avances de su trabajo en diversas jornadas académicas, a nivel nacional e internacional.

Un día la docente Fabiana Bertone fue al Archivo Histórico buscando un documental de Jorge Prelorán, el reconocido director de cine etnográfico argentino, llamado “Los hijos de Zerda” que retrata la historia de un hachero pampeano y su familia. Quería mostrarlo en el pueblo. Personal del Archivo se comprometió a viajar y llevar la película, lo invitaron a Denis. Allí se encontró con las hacheras de La Maruja.

– ¿Qué puntos en común descubriste entre ellas y tu abuela Susana Rodríguez?

– Sentí que era el nieto de todas. Logré constatar que ese pasado existía y que era posible recuperarlo desde el recuerdo, más aún en sociedades en las que se ha dejado poca constancia escrita por el gran nivel de analfabetismo que alguna vez hubo.

– ¿Cómo juega la condición de ser mujer en este oficio?

– Cada vez que digo que mi abuela fue hachera, percibo la misma reacción de asombro. Es como si en la memoria colectiva este oficio hubiese quedado asociado de manera exclusiva a un trabajo masculino. Es una de las voces silenciadas en la historia. Esta invisibilidad tiene que ver con el hecho de ser mujer en una sociedad fuertemente patriarcal, con su condición de hachera, y  también agregaría, si lo existiera, un origen “indígena”, como en el caso de mi abuela, que es Ranquel. La exclusión de la mujer hachera de la historia es algo que debemos doblegar para liberarla de cierta dominación que ha permanecido de manera implícita durante mucho tiempo, y que ha sido el olvido.

 

De las hachadas

Teresa Pérez se moja el dedo índice, da vuelta una página y comienza a leer “Las torrejas son para Silveria”, un texto que nunca editó ni corrigió y que forma parte de un libro que hasta el momento no existe pero que, dice, podría llamarse “De las hachadas”.

Teresa Pérez con su madre que también fue hachera y tiene 94 años.

Poeta, hija y nieta de hacheros, docente jubilada, setenta años, viuda sin hijos, a los 16 años escribió con lápiz negro en un cuadernito tapa blanda tres crónicas en base a relatos familiares y vivencias propias de cuando la vida giraba en torno a los obrajes madereros.  “Las torrejas…”, es una historia de explotación protagonizada por el capataz Amancio García (“la sombra detrás de los hacheros”) que cuenta la muerte temprana de una niña no bautizada, Silveria, tía de Teresa. “El mayorcito” recupera los días de un niño que se hace adulto mientras acompaña a su padre a hachar. El tercer cuento no tiene nombre y narra una serie de violaciones perpetradas contra una mujer de la familia. A Teresa publicarlo la incomoda porque algunos protagonistas están vivos.

Cuando termina de leer, la convulsiona un llanto lejano y sanador. Edgar Morisoli escribió en el prólogo de “Penumbra de la paloma”, primer libro de poemas de Teresa, que ella tiene en los ojos la pena del monte.

 

Saltar el tapial

Fuente de consulta interminable sobre la historia provincial, escritor y uno de los intelectuales más importante de La Pampa, Edgar Morisoli también cita el libro “Memorias de una Pampeana”, de Delia E. Iturrioz, para seguir sumando voces femeninas. La autora, nacida en La Adela y criada en una hachada de Fortunato Anzoátegui, cuenta con una llamativa ingenuidad las cosas que sucedían en los obrajes: abusos, engaños, explotación.

En Teresa encontró un brillo que ya conocía.

-Le pena del monte es algo que he visto en las pupilas de los hijos de Zerda, cuando vino Prelorán a hacer la película. Todos los que han vivido la vida de las hachadas tienen un dejo de tristeza en la mirada, imborrable. Hay que saberlo ver- dice ahora Morisoli.

Y hay que mirar más allá.

Las docentes María Carola Armani y Fabiana Bertone intentan poner en práctica el método científico con niños y niñas que recién ingresan a la escuela primaria. En primer grado, con el mismo grupo que luego investigaron sobre hacheros y hacheras, habían trabajado acerca de mujeres que hicieron historia. En el aula estudiaron a Macacha Güemes, Eva Perón, Alicia Moreau de Justo.

-Las que saltaron el tapial- dice Carola.

Luego descubrirían que las abuelas del pueblo también habían hecho historia poniendo el cuerpo en el desmonte, mujeres que todos conocían en La Maruja, pero que nadie tenía idea del rol que habían jugado años atrás. Supieron más: en ellas también encontraron intentos de dar un salto, a veces a través de la decisión de divorciarse, en la pequeña revancha de aprender a leer y escribir, en el convencimiento de que sus hijos merecían otra cosa, en el jugarse a todo o nada por un título como el de Enfermera que obtuvo Margarita, en el acto de empuñar la palabra como un hacha y quebrar el tronco del olvido.

 

 

 

 






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