Durante los primeros meses del Gobierno de Jeanine Áñez, las protestas pacíficas se reprimieron violentamente en Bolivia. Policías y militares dispararon a manifestantes desarmados. A algunos de ellos, los mataron en ejecuciones sumarias. Centenares más quedaron heridos. La persecución en contra de opositores, los ataques a la libertad de prensa y las detenciones arbitrarias fueron masivas.
También hubo torturas, violaciones al debido proceso y agresiones sexuales, en particular en contra de las mujeres. A los familiares de las víctimas los maltrataron. A las y los detenidos los obligaban a desnudarse y los amenazaban con violarlos o asesinarlos. Las fuerzas de Seguridad y Armadas trataron de culpar a los manifestantes. Incluso les «sembraron» armas. Las autoridades entorpecieron las investigaciones.
Y el racismo endémico cargado de odio hacia los pueblos originarios que arrastra Bolivia se reavivó y promovió desde el Estado. Al grito de: «¡indios de mierda!», se validaron todo tipo de abusos dirigidos principalmente hacia las indígenas, reportó RT.
Este es el inventario del horror padecido en Bolivia a fines de 2019 y que detalla el informe que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) publicó esta semana y que le entregó al presidente de Bolivia, Luis Arce, quien se comprometió a que habrá justicia.
El documento, que está dividido en ocho capítulos y consta de 471 páginas, analiza las violaciones a los derechos humanos cometidas entre fines de septiembre y diciembre de 2019 y describe el clima social y político que antecedió a las elecciones presidenciales de octubre, que fueron impugnadas por supuestas irregularidades, y que desembocaron en una crisis que obligó a renunciar al expresidente Evo Morales el 10 de noviembre.
En su lugar, Áñez se autoproclamó como nueva presidenta con el apoyo de policías y militares. Aunque el informe, que será fundamental en las investigaciones judiciales que ya están en marcha, no menciona el término «golpe de Estado», sí describe las presiones y amenazas que sufrió Morales y las irregularidades de la asunción de la entonces senadora.
El informe es contundente. Afirma que en el último trimestre del año 2019 se cometieron graves violaciones de los derechos humanos en Bolivia y que, en el marco de un conflicto político rodeado de violencia, al menos 37 personas perdieron la vida en diversos lugares del país, mientras que centenares más recibieron lesiones de consideración, tanto físicas como psicológicas.
«Lo ocurrido involucra la responsabilidad del Estado por actos de agentes estatales y de particulares (…) la Policía y las Fuerzas Armadas, de modo separado o en operativos conjuntos, usaron la fuerza de modo excesivo y desproporcionado», añade.
Uno de los capítulos más extensos se refiere a los principales hechos de violencia y vulneración de derechos humanos registrados en todo el país después de las elecciones presidenciales del 20 de octubre.
Desde entonces, los enfrentamientos entre oficialistas y opositores se replicaron en las ciudades de Santa Cruz, Cochabamba, La Paz, El Alto, Betanzos y Montero.
Pero los casos más graves, por la magnitud del uso de la violencia y el número de víctimas, ocurrieron durante los primeros días de la presidencia de facto de Áñez en las ciudades de Sacaba y Senkata, en donde se cometieron masacres al amparo de un decreto que eximía de responsabilidades a policías y militares.
Además de las masacres, el GIEI afirma que el conflicto generado alrededor de las elecciones de 2019 incluyó un componente significativo de discriminación, intolerancia y violencia racial que reavivó una problemática histórica y estructural de identidad en Bolivia.
El grupo de trabajo enfatiza en diferentes pasajes la importancia de la responsabilidad que comparten los líderes políticos que incentivaron o toleraron la violencia que ejercían sus respectivos simpatizantes, a lo que se sumó la ineficaz intervención del Estado.
«Esta polarización impulsó dos tendencias: la estigmatización de la población indígena, campesina, rural, en situación de pobreza o de tez morena como simpatizante del MAS, y la incorporación de una ideología religiosa al movimiento político de oposición», afirma.
El uso de la Biblia y la religión, advierte, jugó un papel relevante para justificar la causa divina del movimiento contra Morales y fomentó una idea antiindigenista que pretende restaurar el protagonismo del catolicismo en la vida pública.
El informe concluye con una treintena de recomendaciones, entre las que destaca el diseño de un plan de atención y reparación integral a las víctimas que incluya un censo certero, así como la promoción de actos públicos para reconocer su dignidad y asumir la responsabilidad estatal en las violaciones a los derechos humanos.