Por León Nicanoff (desde Venezuela)
Por las repetidas advertencias de la peligrosidad de la vida acá, bajé del avión atento, como una rata cuando despierta por la mañana y husmea por la hendidura de su cueva. Aunque al instante esa paranoia se va, con la misma humedad tropical.
Igualmente, uno llega con recomendaciones recetadas, que sean exageradas o no, está por verse. Ejemplo: no transitar la calle después de las 8 p.m., no tomar cualquier transporte, no caminar con celular, mirar hacia todos los costados en las esquinas o en los lugares donde la luz se presenta tenue como la luna, “sobre todo tú, con esta pinta de extranjero que tienes”, y muchas etcéteras más.
Así todo, es de público conocimiento la violencia de los atracos acá, que se remonta desde épocas pasadas (hoy tercera en Latinoamérica y en el mundo después de Acapulco y Tijuana, con una tasa de homicidios de 100 cada 100 mil habitantes), aunque seguramente el agravamiento de la crisis económica resulta ser un buen abono para que el hampa se desplace con solvencia por terreno fértil. Por lo menos en un principio, ahora al parecer circula poco efectivo por las calles (mayormente se utiliza para el transporte) debido a la hiperinflación, y las municiones se cuidan más al estar atadas a la moneda estadounidense (cada una cuesta un dólar).
En el aeropuerto Simón Bolivar, en Maquietía del Estado de Vargas en la periferia de Caracas (a 30 minutos precisamente), me estaba esperando el hombre en cuya casa me hospedaré en San Mateo, Aragua. Al salir, ingresamos brevemente por una parte de la zona oeste de la capital venezolana, territorio popular, más humilde y sobre todo chavista. “Aunque ahora está fraccionado”, dijo el taxista.
Gente camina, va y bien, toma el “bus” donde hay una larga cola, muchas colas, se observan motos, mototaxis y camionetas. A los costados, una fachada urbana gastada, se puede decir «cansada»; y al pie, sobre la vereda, mochilas bolivarianas, milicianos uniformados, postes en cuya altura está la figura de Maduro, sobre paredes murales de Chávez, muchos murales, de la historia, de Venezuela, del proceso, hay también edificaciones y más atrás nubes bajas que abrazan los cerros cubiertos de barrios (villas en Argentina), que son denominados despectivamente por cierta gente que vive en la ciudad –durante la noche- “candelabros navideños”.
“Una vez vino Correa y le dijo a Chávez ‘por qué tanto rancho en un país tan rico’. Pero bueno, ahora Correa está exiliado y acá seguimos con el proceso”, dijo el taxista.
En determinado momento nos tuvimos que desviar para comprar un chip para el celular. Entonces ingresamos a La Victoria, llamada Ciudad de La Juventud por la batalla de La Victoria comanda por José Félix Ribas junto a jóvenes del Seminario de la Universidad de Caracas en 1814, donde una gran cantidad de universitarios derrotaron a Boves y Morales.
Atravesamos el centro, pasamos por puestos de calle de venta de mango, puestos de plátano, puestos de harina PAN (para hacer la famosa arepa, con harina de maíz), algunos de los cuales colgaban el letrero de “tengo punto”, es decir posnet, porque casi la totalidad de las cosas se compran con tarjeta de débito.
Encontramos un centro comercial y, antes de entrar a una sucursal de Movistar, un hombre tostado como el café, de escasos bigotes, chomba roja y sobre todo sonrisa fácil, burlona, salió y dijo: “Compren Movistar, el mejor plan. La otra compañía no tiene sentido, y no funciona cuando hay apagones”, y la gente adentro rió.
Ocurre que la única compañía que funciona en todas las circunstancias, incluso cuando se corta la luz (que sucede recurrentemente), es Movistar, y la política de la empresa, frente a esta situación, ha sido aumentar sus precios; porque una vez que ingresamos, un viejito de bastón pidió un chip, entonces le respondieron: “50 mil bolívares” (el sueldo mínimo percibido por la mayoría es de poco más de 40 mil bolívares, 6 dólares). Este, con el bastón de megáfono, se dio vuelta para la tribuna y exclamó: “¡Coño madre mía! ¿quién gana esa vaina?, hola señorita, cómo le va”, el viejo saludó a una dama que entró. Y siguió con el bastón en lo alto: “¡Coño, si tengo que pagar los alimentos y todo lo demás, para qué quiero un chip, coño, un 90% vivimos como animales!», decía mientras gesticulaba y hacia a reír a su tribuna. El viejo se fue, repartiendo más bocados ácidos, serio y en broma: con un particular humor venezolano.